POEMAS PARA LA MUJER: 01/01/2017 - 02/01/2017 Escritora Arjona Delia
Escritora Arjona Delia

28 de enero de 2017

UN PADRE DE CORAZÓN CUENTO

La vida siempre te da una segunda oportunidad.

POEMAS PAPÁ DEL CORAZÓN

SEGUNDA OPORTUNIDAD

Gabriel era psicólogo y tenía su consultorio en la zona céntrica de Quilmes. Atendía principalmente a personas adultas, quienes en su mayoría lo consultaban por conflictos de parejas y separaciones. Eran mujeres que se sentían agobiadas por tener que lidiar con el trabajo y sus hijos luego de la separación.
Para despejarse de su largo día de trabajo, él hacía un intervalo en el horario del almuerzo y bajaba a una placita que se encontraba justo enfrente de su consultorio; dado que era soltero y no tenía ningún tipo de responsabilidades familiares, se daba ese pequeño gustito para él.
Allí  tomaba un poco de sol, probaba pequeños sorbos de agua de su botella y observaba a la gente que pasaba: personas que se encontraban sentadas, las que estaban realizando alguna actividad, algún que otro dueño que paseaba junto a su mascota, el abuelo que leía el diario, la embarazada que acariciaba su prominente barriga, los chicos que corrían tras la pelota, las parejas que se hacían arrumacos, las mamás que paseaban a sus bebés en sus cochecitos y las palomas que se acercaban junto a los gorriones a picotear los restos de su almuerzo.
Siempre repetía la misma rutina, porque lo ayudaban a despegarse de las angustiantes conversaciones que debía atender como profesional. Ver a las personas disfrutando del sol y del aire puro le hacía cargar energía para seguir con su arduo trabajo. Podría decirse que ya casi se conocía a todos los concurrentes asiduos de la plaza. Le gustaba observarlos con su rostros sonrientes, satisfechos y disfrutando, todos ensimismados en su mundo, al igual que él.
Pero ese día fue distinto su paisaje. Algo cambió. Pudo observar que la embarazada que acariciaba con cariño su pancita, tenía cara de tristeza, y hasta le pareció ver que unas lágrimas se deslizaban por su bello rostro; pero… “no podía ser”, alegó, quizás vio mal y se detuvo a observarla más detenidamente, ignorando todo lo que pasaba a su alrededor, rompiendo con su habitual rutina.
Y no se equivocó, esa mujer embarazada, casi diría a punto de parir, estaba angustiada y queriendo ocultar su llanto se limpiaba rápidamente las lágrimas para que no se derramaran en su rostro.
Sintió que no podía quedarse allí simplemente mirando, que como profesional sentía la obligación de ayudarla, contenerla y escucharla, porque “su vocación” así se lo indicaba. Y se acercó al banco en que ella estaba sentada y le preguntó: “¿Puedo?” indicándole su deseo de sentarse en el mismo. Ella accedió, lo miró sólo un instante, y volvió a encerrarse en su mundo sin emitir una palabra. Gabriel aceptó su actitud distante, pues al fin y al cabo él era un desconocido, aunque él sintiera que a ella la conocía de observarla todos los días, al igual que a otros que eran asiduos a esa plaza. Aunque no cruzaron una palabra, notó que la angustia de esa mujer se había disipado y creyó que su presencia le había servido —aunque sea en ese instante— para que esa mujer se olvidara del llanto. Después de quince minutos se levantó del banco, porque debía volver a su consultorio a atender a su próximo paciente, saludó amablemente, le dijo: ­“Mi nombre es Gabriel”  y se fue.
Al otro día volvió a cumplir con su rutina diaria, ubicándose en el mismo banco de plaza donde tomaba sol todas las tardes y la volvió a ver, con su rostro entristecido y se acercó porque no podía ver a esa mujer embarazada en ese estado. Razonaba que debía estar feliz, aunque más no fuera por ese hijo que llevaba en su vientre y que debería estar sintiendo la angustia de su madre. Le preguntó:
—¿Se acuerda de mí?
Ella le respondió:
—Sí, nos vimos ayer, y usted me dijo su nombre. ¿Gabriel?
—Así es— respondió él.
—Es que me acerqué porque la vi un poco triste y quería ayudarla: quizás le pueda servir contarme lo que la angustia tanto, sacar afuera su problema para que se sienta mejor y de esa manera hacer que su bebé también esté contento. Soy profesional, psicólogo, ahora estoy en mi tiempo de descanso, pero sabe cómo es esto, uno nunca descansa cuando tiene vocación por lo que hace y mientras pueda ayudarla, lo haré.
Gabriel percibió una pequeña mueca en su rostro que dibujaba una sonrisa y se alegró por ello. ¿Una pequeña muestra de confianza? No se equivocó, ya que la mujer le respondió:
—Mi nombre es Vanesa, y es verdad estoy un poco triste porque voy a ser madre soltera y me angustia no saber si voy a poder hacer frente a la crianza y educación de este niño que está por venir, yo sola.
Gabriel le preguntó:
—¿Y el padre del niño?
Vanesa respondió:
—El padre del niño me abandonó cuando se enteró que había quedado embarazada, porque estaba estudiando una carrera profesional y creyó que hacerse cargo de una familia en ese momento atentaría con su futura carrera, dado que me manifestó que no podría con ambas cosas. Y entonces eligió no hacerse cargo, aunque sí me ofreció la posibilidad de pagar los gastos que pudieran ocasionar si decidía hacerme un aborto, a lo cual no accedí, dado que no pasaba siquiera por mi cabeza tan aberrante crimen. Consideré que un ser que nació del amor de un hombre y una mujer no podría tener un final tan drástico. Y entonces nos abandonó y hoy me agarra angustia de saber si sola voy a poder educar y criar a mi niño como se lo merece. Pero no me haga caso, quizás mi estado de embarazada contribuye a que me sienta así, son las hormonas.
Gabriel respondió:
—¡Claro que va a poder! Las madres son muy valientes y siempre sacan  fuerzas para afrontar los problemas que se presentan, porque los hijos le trasmiten la energía que necesitan para sobrellevar cualquier cosa. ¡Va a poder! Y va a educar a su hijito muy bien porque le va a brindar amor, mucho amor, y ya dio la primer prueba de que ello va a ser así al preservar su vida desde su vientre. 
Gabriel miró su reloj; ya se había pasado quince minutos de su descanso y recordó que debía volver a su consultorio a recibir a su próximo paciente.
—Me tengo que ir, debo volver a mi consultorio, pues tengo pacientes esperando. Si mañana está aquí charlamos un ratito más ¿Le parece?
Vanesa asintió con un leve movimiento de su cabeza, sonriéndole y dándole las gracias.
Gabriel se despidió y se dirigió con pasos rápidos hacia su consultorio, que quedaba justo enfrente de la plaza, mientras Vanesa lo observaba irse.
Ella le calculaba unos treinta y cinco años de edad, de cabellos castaños claros muy prolijamente cortados como si recién saliera de la peluquería, de ojos verdes muy claros y mirada cristalina y un gran sonrisa que dejaba ver unos dientes muy blancos y parejos. ¿Cuánto mediría?  A simple vista le calculaba un metro ochenta, pero se podía equivocar por unos centímetros. Delgado, de tez blanca, pero un poco bronceada por el sol que tomaba en la placita. Vestía elegantemente, caminaba muy seguro y olía muy bien, podía percibir su fragancia aunque estuviera a punto de cruzar la calle. Sonrió un instante, recogió su cartera, se levantó del banco y se encaminó rumbo a su hogar, aliviada por la alentadora conversación que había tenido con Gabriel.
Al otro día la volvió a encontrar sentada en su habitual banco de plaza, que quedaba justo enfrente y a unos tres metros del que él se sentaba. Siempre escogía el mismo lugar porque tenía un gran árbol que le un daba sombra, pero a la vez permitía que el sol entibiara lo suficiente para sentir que acariciaba su piel y pigmentara su rostro con ese tono uniforme bronceado. Se acercó a Vanesa, la saludó y le preguntó:
—¿Cómo está? — Vanesa respondió:
—Un poco mejor, gracias por la charla de ayer.
Durante esos quince minutos que se tomaba para descansar de su ajetreado consultorio, se dedicaron a llevar una charla amena. Vanesa le contaba que vivía muy cerca de allí, a unas tres cuadras, yendo para el centro y que a unas diez cuadras había una clínica maternal donde llevaba sus controles habituales de embarazo y que seguramente tendría a su bebé allí, ya que la atención era de primera y su obra social le cubría los gastos. Contó que tenía dos hermanas mujeres que le estaban dando una mano con la decoración de la habitación de su futuro niño. Que tenía veinticinco años y que había mantenido una relación estable de dieciochos meses con el padre del bebé hasta que quedó embarazada y él decidió que no estaba preparado para formar una familia y la abandonó a su suerte.
Las charlas siguieron así, cortitas pero fluidas durante un mes, en las que  siempre repetían la rutina de charlar un rato en su horario de descanso. Gabriel ya percibía de antemano su estado de ánimo y sabía cuándo ella tenía ganas de hablar, cuándo tenías ganas de escuchar o de simplemente estar en silencio.
Vanesa daba señales de lo que quería con un simple gesto, que Gabriel ya conocía bien, colocaba su bolso en el asiento del banco donde él se sentaba, a modo de separación entre ambos.  Pero cuando estaba dispuesta y de buen ánimo lo colocaba a su derecha, colgado del respaldo del banco, sin obstaculizar el asiento. Eran pequeñas señales que le servían para no exteriorizar que ese día no tenía ganas de que nadie se le acerque.
Pero un día no la vio. No se preocupó demasiado porque pensó que al estar tan pesada con su avanzado embarazo, le estaba costando caminar esas tres cuadras que la separaban de su departamento a la placita. Y se dedicó a volver a su habitual rutina de observar los niños tras la pelota, el abuelo leyendo el diario, los que trotaban, las palomas y los gorriones que se acercaban a picotear las migas del piso, los nuevos brotes que tenían los rosales y por un momento se olvidó de Vanesa.
Miró el reloj, ya era hora de volver a su consultorio, y sintió como que algo le faltaba… el saludo a Vanesa de “Hasta mañana”. ¡Sintió que la estaba extrañando!
Al otro día volvió a la plaza en su horario habitual y tampoco la vio. Y se empezó a preocupar, a preguntarse qué le habrá ocurrido y si estaría bien. ¿Y si le pasó algo, o está con dolores de parto y está internada en la clínica? Se preguntaba. ¿Cómo saberlo? Se inquietó por no tener noticias de ella, y a pesar de que no conocía mucho de la vida de esa mujer, había algo que hacía que él se preocupara y quería saber sobre su estado de salud físico y anímico.
Mientras se tomaba un café en el consultorio, su mano dibujaba unas siluetas sobre la hoja en blanco; estaba ansioso por salir corriendo de allí para tener noticias sobre ella. Quería saber si se encontraba bien, le preocupaba que le pudiera pasar algo y esto a su vez lo asustaba porque no sabía mucho sobre la vida de esa mujer.
Gabriel tenía una extraña intuición, lo que hizo que se decidiera a ir a la clínica maternal, total no perdía nada, al fin y al cabo por algo Vanesa le había mencionado que tendría a su niño allí.
Decidió que cuando terminara la atención de sus pacientes del turno tarde, manejaría con su auto esas diez cuadras hacia el centro, buscando la maternidad y preguntaría por ella para ver si se encontraba allí, dado que no conocía la dirección del departamento de Vanesa (nunca se lo preguntó)
Miró su reloj, ¡al fin! Su último paciente acababa de cerrar la puerta despidiéndose hasta la próxima semana. Juntó sus cosas del escritorio, guardó su celular, agarró las llaves de su auto, se miró al espejo, se peinó con los dedos de su mano y se encaminó hacia la clínica maternal.
En la recepción lo atendieron muy amablemente y le indicaron que Vanesa había ingresado el día anterior y había tenido un varoncito de unos tres kilos trecientos gramos y que gozaba de buena salud. Que podía esperar diez minutos cómodamente en el sillón de recepción, tomarse un café hasta que se hiciera el horario de visitas en que se le permitiría pasar a verlos.
Gabriel aceptó el ofrecimiento, se sirvió un café y se acomodó en el amplio sillón rojo a la espera de esos eternos diez minutos que lo separaban de la certeza de saber que Vanesa y su bebé se encontraban bien.
Por fin le anunciaron que el horario de visitas había comenzado y que podía dirigirse hasta la habitación 502 en el quinto piso, en el sector materno infantil, y que antes de entrar a la habitación se lavara las manos con el alcohol en gel que se encontraba en la entrada de la puerta para prevenir posibles contagios al bebé y su madre, a lo que asintió rápidamente.
Subió al ascensor y esos segundos le parecieron eternos; sentía una extraña sensación de felicidad que no podía explicar, ansiedad de conocer a ese pequeñito que no sabía qué nombre tendría y saber cómo se encontraba Vanesa.
Llegó al quinto piso, buscó la habitación 502, recordó lo que le dijo la recepcionista, vio el gel en una mesita cerca de la puerta de entrada a la habitación, se lo frotó bien por ambas manos y golpeó la puerta, esperando la autorización a entrar. Sentía que su corazón se salía de su pecho y latía presurosamente. Debería calmarse, pero no podía.
—¡Adelante! —Se escuchó una voz femenina del otro lado de la puerta.
—¡Sabía que vendrías! —exclamó Vanesa cuando vio que era Gabriel.
—¡Es que no te vi ni ayer, ni hoy en la placita y presentí que algo te había pasado! Espero no te moleste que esté aquí.
—Para nada— respondió ella, —pasá, pasá, allí está, es un varoncito, pesa tres kilos trecientos gramos, se parece a mí y dice la doctora que está en perfecto estado de salud. Ya se alimentó con el pecho y la enfermera le cambió los pañales.
Gabriel se acercó hasta la cuna que cobijaba al bebé y lo miró. Creyó ver que esa nueva vida le sonreía. ¿Cómo era posible? “No, no puede ser, es demasiado pequeño para que me reconozca y me sonría”, se dijo.
Volteó su cabeza y la miró a Vanesa con un gesto de ¿Puedo?
A lo cual ella asintió:
—¡Sí, claro, por supuesto!
Entonces estiró ambas manos y lo levantó con toda delicadeza, como si se fuese a romper, y lo apoyó sobre su pecho.
—¿Cómo se llama? —preguntó Gabriel.
—Gabriel —responde Vanesa.
—¡Se llama igual que yo, qué coincidencia! —Exclamó Gabriel.
—Así es —respondió Vanesa. —Ese día que te presentaste y que yo estaba llorando, en realidad estaba rezando muy angustiada. Porque estaba agobiada con mis problemas y ensimismaba en ellos no había podido todavía encontrarle un nombre a mi bebé. Yo le hablaba desde la panza y le decía “Porotito” pero cuando nacería no sabía qué nombre ponerle y le estaba rogando a Dios que me ayudara con un nombre… y apareciste vos, presentándote como “Gabriel” y en ese instante sentí que Dios había escuchado mis plegarias. Por eso le puse “Gabriel”. Y hace un rato también le estaba agradeciendo a Dios por la buena salud de mi Gabrielito y le pedí que me diera una señal sobre vos, y en ese momento sentí que golpeaban a la puerta, y allí estabas pidiendo permiso para entrar. ¡Creo en Dios! Y creo que por alguna razón las personas siempre se cruzan en nuestro camino. Es Dios quien las envía por alguna razón.
Gabriel se emocionó por lo que Vanesa le estaba contando, besó a Gabrielito sobre la frente y lo volvió a acomodar en su cuna. Fue en ese momento que supo que ese niño iba a ser parte de su familia y que nunca más se despegaría de él y llegarían a ser una gran familia. Se acercó a Vanesa, le besó la frente y le prometió que al otro día regresaría con un obsequio para Gabrielito. Y que contara con él para cuando tuviera que volver a su departamento junto al niño, que él los iba ayudar, si ella aceptaba.
Vanesa no podía creer que tantas cosas lindas le estuvieran pasando, mientras visiblemente emocionada le respondía que sí.
El viento esparce las semillas que caen en tierra fértil.
Otros, a veces, son los encargados de cuidar la plantita que llegará algún día a ser un frondoso árbol.
Padre no es el que engendra, el que pone la semilla.
Padre es el que educa y cría.





Publicado en el libro “Entre plumas y pinceles” de Arjona Delia

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Copyright ©28/01/2017 by Arjona Delia



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